Cuando miro el reflejo azul del cielo o del mar, que viene a ser casi lo mismo, cuando ese solo color me yergue con su luz y siento que me rapta, pienso en un primer lugar, en los ojos de mi madre como un enorme iris que me absorbe en un hipérbole recuerdo de canciones, una bóveda de ritos, de orales y principescos cuentos donde llueve mi infancia.
Azul de cielo, azul de mar, azul de ojos inmensos y maternales… Pero además, evocar el azul con toda su amplia gama de colores, de matices, formas y tonalidades, me lleva casi sin querer, a otras galerías que diría Machado. Y es así que me sumerjo en no sé que utópico sueño de ideas extrañas y panteístas donde sonidos de violines se funden en ese ciclo constante de estaciones, en esa mística ilusión de traspasar el tiempo.
Porque el azul, lo que me evoca, no es más que la maravillosa e extraordinaria idea de trascendencia.
No es de extrañar que un escritor de la talla de Victor Hugo dijera aquello de l’art c´est l´azur -el arte es azul- reflexión hermosa que inspiró el título de ese primer libro que escribiera el genial y entonces joven poeta nicaragüense; Rubén Darío.
Pero es más, cuando pienso en Homero como ese errante poeta ciego, ese aeda inmortal capaz de conmover con sus bellos cantos a infinitas generaciones, cuando pienso en esa larga, maravillosa y oceánica travesía que supone entrar dentro de cada uno de esos libros; la Odisea y la Iliada, un color, un solo color subyace, se extrae de esas playas e islas maravillosas donde el cielo refulge en ese escenario donde ninfas, dioses y héroes se desenvuelven, luchan y aman.
Porque el azul es el color del ensueño dice Ovidio y el ensueño - no la idea de Dios, que forma parte de ese ensueño- es lo que hace al hombre trascendente.
Y en este sentir la trascendencia a través del ensueño no puedo más que pensar en un ser libresco, andante y caballero, universal y español que nos enseña a no vencernos en el primer asalto.
Así, la vida me muestre su reverso y una fronda de nubes se empecinen, me tomen en su tormenta y me circundan, así sea el dolor, el miedo y no vea a mi alrededor más que gigantes…Gigantes a los que, pienso, seré capaz de derrotar siempre que encuentre una ventana, la abra y el azul del cielo y el azul del mar, que viene a ser casi lo mismo, aparezca con su solo fulgor y me ilumine y me manche y me llene de azul como esas casas lejanas en la montaña, como esa bóveda de hipérboles recuerdos, como ese iris absoluto de madre.